Todos tenemos en mente esta imagen: un hombre entra en casa tras un largo día de trabajo. Su mujer (perfectamente peinada, maquillada y vestida) lo recibe con una sonrisa en los labios y un «¿has tenido un buen día, cariño?». La suculenta cena termina de hacerse en el horno. El marido se deja caer en el sofá mientras ella le sirve una copa. Los niños revolotean alrededor un momento y van a acostarse sin armar demasiado jaleo. Este es el estereotipo de la buena esposa en los años 50, un modelo tan irreal como imperante que, sin embargo, sigue calando a la hora de construir personajes femeninos, aunque en la actualidad con una vuelta de tuerca: centrándose en la insatisfacción o frustración femenina.
Desde que Carrie Bradshaw irrumpió en nuestras pantallas con su colección de manolos y sus «brunch», donde hablaba sin tapujos de sexo con sus amigas, ha pasado la friolera de dieciséis años. Aunque Sex and the City (HBO, 1998) supuso una revolución al tocar temas como la masturbación, el sexo anal, los tríos, el lesbianismo, el fetichismo de pies e, incluso, la lluvia dorada, lo cierto es que en la serie seguía subyaciendo una idea arcaica y algo machista: sin un hombre la vida es triste, aunque te lo pases de muerte sorbiendo cosmopolitans.
Ni siquiera la llegada de la televisión por cable, donde las cuotas de los suscriptores liberaron del yugo a los guionistas —atados a convenciones políticamente correctas—, supuso un giro radical en la imagen de la mujer que proyectaba el medio. Desde luego significó un soplo de aire fresco, pero no un cambio significativo.